La confianza es un atributo de la democracia. Sin democracia no hay confianza, sin confianza la democracia se reduce.
El nuevo horizonte electoral delineado a partir de elecciones altamente competitivas han convertido a la mayoría de los espacios electorales en escenarios de alta competitividad política y volatilidad electoral, de cambios de partido en el poder, es decir de alternancia política y de gobiernos divididos; proceso que aún no culmina y que seguramente seguirá reconfigurando los mapas políticos.
Consenso y disenso forman parte esencial de la dinámica de la democracia. Mayoría y minorías forman un todo en el que cada parte necesita a la otra. En consecuencia, nadie puede asumir la propiedad privada de la democracia. Francois Guizot escribió en 1849 los límites y alcances de este sistema de gobierno: “Esta es ahora la palabra última y universal que todos buscan para apropiarse de ella como un talismán […] tal es el poder de la palabra democracia. Ningún gobierno o partido se atreve a vivir sin incorporarla en su propia bandera”[1]. Pero ese talismán tiene sus propias formas de funcionamiento porque sólo alcanza a rendir sus efectos positivos si todos los participantes se encuentran reunidos en torno a él. Por deducción lógica, la democracia no progresa allí donde las contradicciones entre los participantes son muy fuertes; a tal grado que no permitan que las instituciones, las normas jurídicas y el espíritu mismo de la democracia cumplan su cometido.
Recordemos que las leyes siempre serán perfectibles. Las formas de organización de los procesos electorales serán siempre más sofisticadas, aunque podrían ser más sencillas. Pero ninguna norma o previsión jurídica será suficiente si no logramos convencer a millones de ciudadanos que conforman el electorado, de participar en la organización electoral, de que les interese la vida pública y, convencerlos de que la democracia, como conjunto de valores, como ética de comportamiento individual y social, es la única forma que nos garantiza la convivencia pacífica y el verdadero desarrollo.
De la guisa anterior, es importante generar en la sociedad, confianza y certidumbre en su participación. Confianza y certidumbre de la sociedad hacia los partidos políticos, los candidatos y los organismos electorales.
Lo propio de la democracia es estar en constante cambio y renovación con miras a mejorar sus instituciones y marco legal. Las transformaciones democráticas deben estar racionalmente orientadas con el propósito de reflejar mejor, en el marco de la democracia representativa, el sentir de una sociedad plural, dinámica y cada vez más exigente respecto de sus gobernantes, de los partidos políticos y de quienes se postulan y ocupan cargos en los órganos legislativos pero también de las autoridades electorales.
Una de las grandes conquistas de estas luchas democráticas fue la creación de instituciones electorales autónomas tanto a nivel nacional como en las entidades federativas. Eso permitió, por ejemplo, la formación del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990. De aquí siguió la construcción de instituciones electorales en los estados como el Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Tabasco.
Hoy se habla con mucha frecuencia y, ciertamente, con soltura de que hay una crisis de los partidos políticos. Sea verdad o no este aserto me parece que en todo caso la solución de esa crisis está en la recuperación del concepto básico de representatividad, o dicho con más precisión de representatividad de los intereses sociales en lugar de que los partidos políticos representan o defiendan intereses situados en el vértice del poder y que se cierren tan sólo a la adjudicación de puestos y posiciones para un puñado de dirigentes e incondicionales que rondan los círculos cercanos a las dirigencias.
La democratización de la sociedad pasa, entonces, necesariamente, por la democratización de los partidos políticos. Que éstos se abran a la participación de sus bases y que esos partidos se acerquen, de nuevo, a la sociedad civil para captar el sentir de la gente común; voltear la mirada al ciudadano y no esperar los favores de los gobernantes y los poderosos. En ese cambio de perspectiva radica la viabilidad y el futuro de los partidos políticos. Engolosinarse menos con el poder y acercarse más a la verdadera razón de ser de su propia institucionalidad, “los individuos de carne y hueso” como decía Antonio Gramsci.
Los órganos electorales no son ajenos a esta dinámica y se han convertido en espacios de cuotas de poder de los partidos políticos. Si bien, hemos logrado mucho al transparentar, incluso los procesos de selección del personal del servicio electoral profesional, a través de los concursos de oposición, la tarea no concluye ahí; se requieren autoridades electorales no sólo ciudadanas sino plenamente legitimadas.
Lo anterior, a propósito de las voces que se han pronunciado a favor de dejar en manos del IFE la organización del próximo proceso electoral en la entidad, que tendrá lugar en el verano de 2015. Esta posibilidad que se avizora en un futuro inmediato tiene la finalidad de concentrar las funciones comiciales en un solo instituto electoral nacional. Sin embargo, no olvidemos que se imponen singularidades en cada proceso electoral y en cada elección.
No se exagera si se afirma que, nos guste o no, el problema medular más allá de lograr una notoria reducción de gastos y burocracia, es el papel de los servidores públicos que fungen como árbitros en esta magna tarea de responsabilidad pública.
Como conclusión constructiva debemos cuestionarnos dónde están los huecos en la gran arquitectura jurídica y organizacional que tanto trabajo costó construir a los tabasqueños en materia electoral. En mi opinión, el destino y la consolidación de los órganos electorales, así como el fortalecimiento del sistema de partidos políticos, en nuestro país y en Tabasco están estrechamente relacionados con la consolidación de la democracia.
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